Nunca
supe inventar una sonrisa,
para
ti, que meritabas un ciento,
no
adiviné lo que ahora si comprendo,
no es
cruel pasar, sino hacerlo deprisa.
Se
quemó un atardecer cada día,
fue el
sol desvanecido mi sustento,
poseyó
este mundo miles de ungüentos,
sonidos,
colores que no veía.
Hoy es
mi cielo de miradas yermas
un
limbo de diez maderas forjado,
y su
esencia: murmullos de caverna.
Ya sin
flores y trinos soslayados,
es mi
condena una mortaja abierta
y un
ataúd desde dentro arañado.